Tan
próximas sus siluetas, que en dos eran uno. Hubo un tiempo en el que supieron
hacer latir sus corazones a un mismo compás. Pero el cambio ya estaba instalado
hace rato en aquella mirada esquiva. Cuanto más cerca estaba de él, menos
comprendía. La realidad hablaba un lenguaje indescifrable, había perdido toda
dimensión de lo que pasaba a su alrededor, por culpa de sus palabras, que la
contaminaban y la llenaban de ira. El era capaz de penetrar sus sentidos haciéndolos caer en desuso. Ella
era pequeña y diminuta y cabía en la palma de su mano. Las lágrimas reposaban
en su mejilla para luego inundarla completamente y saciar con ellas su sed.
Sabía que podía llegar a morir ahogada en su mar turbulento. Sus ojos negros la
vigilaban constantemente como dos faros que la enceguecían. No hacía más que estar
pendiente de ella. Envejece, siendo esclava de esta irrealidad.
De
repente algo estalla y rompe en mil pedazos con la pasividad y la quietud.
Siente que se agranda y crece. Sube, escala, asciende y llega a un punto tal en
el que decide. Lo mira, esta vez con la seguridad que aparece solo en los
momentos determinantes. Lo observa, de cerca, de lejos y se vuelve a enterar de
la miseria que lo oprime. Esa que no le permitió amar, ni ser amado. Con un
coraje impropio de su persona, lo abandona alejándose de él hasta convertirlo nada
más que un punto en el horizonte. Hasta que desaparece. Y por fin, se siente
libre.
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