lunes, 13 de septiembre de 2010

Paren el mundo que me quiero bajar

"Si todos corren, voy a caminar" escuché. Y me pareció exacto, como una frase venida de otra dimensión, que encajaba perfecto con mi estado del día. La "dimensión" en este caso fue un aparato cuadrado que emite sonidos y luces, y que si se lo utiliza en exceso puede abstraernos hasta tal punto de olvidarnos de nosotros mismos, quitarnos la imaginación y las preocupaciones. Bueno sí, estoy exagerando. Las preocupaciones siguen. Lo cierto es que en un ataque de filosofía barata me puse a pensar ¿ quién soy? si soy lo que yo pienso de mí o lo que los demás piensan. Y ahí me pregunté, ¿ Quienes son los demás? ¿ Seres perfectos que definen el orden de las cosas? ¿ Me defino por mi espontaneidad y creatividad o por lo que los demás esperan que diga, haga o piense? Me metí en un re quilombo.
Creo que hay un ida y vuelta. Tal vez soy lo que hago para cambiar lo que realmente soy, parafraseando a Galeano. Hay otra frase muy común que dice: " Tus acciones te definen". Bueno pero convengamos que por sí solas no pueden hacer mucho. Actuamos para que nos aplaudan cuando se baje el telón. Y otra vez lo mismo, como un circulo vicioso aparecen esos "otros".
 Ahora yo me planteo un "otro" imaginario que me diría " bueno sí, pero sin orden hay caos" Entiendo. Pero ahora,¿Qué pasa cuando por seguir ciegamente ese orden dejo de ser quien realmente soy? ¿ Qué pasa cuando se deja todo de lado por llegar? ¿ A dónde? Se me ocurre al éxito, al reconocimiento, al peso "ideal", a "ser alguien en la vida".  Esta última es terrible, pero está muy instalada en el sentido común ¿Acaso ya no sos? ¿ Hasta que punto se puede seguir el ritmo vertiginoso que nos impone un alguien que no tiene rostro y al que no podemos culpar? Son muchas preguntas y quizás pocas las respuestas. Lo que si se es que hoy quiero caminar. Y reír y llorar al mismo tiempo si me dan ganas.




domingo, 5 de septiembre de 2010

De bandera la ilusión ( Crónica de los festejos del bicentenario)

     
               Somos tantos en la ciudad, que la sensación de sentirse solo parece una contradicción. Pero es que aun así, apretados unos con otros, son escasas las situaciones en las que compartimos algo con un desconocido. Estamos como ausentes. Grises.
            Buenos Aires amanece fría y otoñal, con sus baldosas cubiertas por algunas hojas secas. No se escuchan más que ladridos y algún motor de un auto que pasa. De un lado está el parque, casi desierto y del otro no hay más que edificios, que lucen sus balcones sin gracia. Mis pies se mueven  a su propio ritmo cansino, conocen el camino de memoria. De repente, hay algo que se dispone a romper con la grisura del día.
             Sus ojos podrían llamar mi atención, conservan la viveza y la juventud que sus canas no reflejan. Pero no, no es exactamente eso.  Lo primero que pienso es que se trata de un pobre hombre que quizás está confundido.
-        Ayer te vi - lo miro sin entender-y estabas rara como encendida, te hallé bebiendo linda y fatal, bebías y en el fragor del champán loca reías por no llorar.
            No hago más que sonreírle, definitivamente no tiene los patitos en fila. Mientras, él hace una mueca y continúa cantando. Lleva un sombrero verde militar, un bolso de viaje y un paraguas rojo que sostiene con ambas manos, colmadas de anillos. Arranca su monólogo, diciendo que los jóvenes de hoy en día no tienen oído musical e improvisa un tema de los Black eyed peas, a modo de ejemplo, en un inglés inventado. Me sorprende como logra romper con la monotonía de la espera, de contar si alcanzan las monedas y mirar el reloj que amenaza con llegar tarde. Ahora todos los que estamos aguardando el colectivo nos miramos, sonreímos, abrimos bien los ojos, unidos por la complicidad y la burla. Él finge no advertirlo, se dirige hacia mí y prosigue:
-        Encima estos Kirchner nos manejan como quieren. ¿Sabes qué hay que hacer? Tenés dos opciones. Una, que nadie, absolutamente nadie pague los impuestos ni servicios. Que nos corten a todos el agua, la luz, el gas y ahí, vamos a ver que hacen.
-        ¿Y la otra?
-        Ezeiza. Irse del país.
            Así, tan tajante y desesperanzadora fue su respuesta que no me dieron ganas de contestarle. Es que de todas formas, esté de acuerdo o no, uno se acostumbra a este tipo de comentarios. Finalmente llega el colectivo y el hombre  prefiere entrar último, aprovechando el momento para piropear a una señora mayor que ahora luce una sonrisa de oreja a oreja. Amontonados, por pedido del chofer, logramos entrar todos y se cierra la puerta. Una vez adentro, el buen hombre continúa cantando tangos de su repertorio.
             
      Es lunes 24 de mayo y las calles parecen cubiertas por un gran manto albiceleste. Se percibe un cambio en la atmósfera, un clima de celebración. Gorros, banderas y escarapelas celestes y blancas forman parte de la escena. Sin embargo, me cuesta contagiarme. Me llama la atención el nacionalismo repentino que abarca rostros pintados y balcones adornados, lo cual no sé si responde a un amor  genuino por la patria, o si tiene que ver con las cercanías al mundial. A un día de la gran gesta patriótica como fue la revolución de mayo, mirar el presente es un ejercicio inevitable. Y cuando todos los diarios hablan de inseguridad, violencia y de una sociedad dividida entre opositores y oficialistas, el escenario no me resulta muy favorable para el festejo.
            Se cumplen doscientos años de historia argentina, que fueron posibles gracias al sueño de aquellos hombres como Moreno, Belgrano, Paso, Saavedra, entre otros. Aquellos que aparecen como personajes épicos en las páginas de los manuales escolares y que me resultan inimaginables en nuestro contexto. Quizás porque el presente me ata a la idea de que cada vez son menos los que se juegan por sus propias convicciones y buscan producir un cambio. Pienso esto y me desanimo. Mientras guardo en mi bolso un cuaderno y una birome, me surge el temor de que el bicentenario sea utilizado más como una excusa para hacer propaganda política, que como una fiesta popular integradora que invite a la reflexión.  De todas formas, las circunstancias me llevan a presenciar los festejos. Por un lado, mi hermano insiste en que lo acompañe, mañana es su cumpleaños y quiere empezar su día cantando el himno .Además, tengo miedo de arrepentirme más adelante, al ser un hecho que ocurre únicamente cada cien años.
            Son las 20.15 y el subte está repleto, cuesta acomodarse y encontrar un lugar. El murmullo es constante y un grupo de chicos con gorritos de argentina hace una pequeña ronda, tomándose de sus manos para no caerse. Mientras, un joven se las ingenia para pasar entregando poemas a quien esté dispuesto a darle una moneda. Para lograr bajar en la estación Sáenz Peña empujando y esquivando gente hay que tener la habilidad de Diego en el 86’. Al subir las escaleras se escuchan los primeros bombos  y me apresuro para ver de dónde viene el sonido. Sobre la plaza Lorea frente al congreso, trajes rojos y amarillos se mueven al ritmo de la murga, bajo un cielo violeta que amenaza con convertirse en lluvia. El grupo está ubicado a espaldas de la 9 de julio, donde se  encuentra el “Paseo del Bicentenario” organizado por el gobierno. Amarrados a árboles, se pueden leer dos pasacalles  con el mensaje: “200 años de revolución de mayo, basta de dependencia” y “Una nueva revolución por una segunda independencia”.  A un  costado, sobre una cartulina que está en el piso aparecen las caras de Rosas, Roca y Sarmiento bajo la consigna: “Basta de asesinos en nuestros billetes”  Seguramente las miradas no se posarán aquí, ni los medios harán eco de sus mensajes, pero ellos siguen bailando al ritmo, rodeados por el público inquieto que mira y se va, sin antes tomar una foto, por las dudas.
            Caminar por la 9 de julio es como pasearse por la playa Bristol en plena temporada, como ir a un recital de los Rolling Stone, o  ver un Boca-River. O tal vez se puede comparar con todo eso junto.  Siempre pensé que tener la avenida más ancha del mundo era un logro inútil, hasta el día de hoy.  A pesar de esto, se tarda mucho tiempo en llegar a donde se quiere. El espectáculo montado es imponente. Estando acá, todos los sentidos parecen incompletos, no logran alcanzar la dimensión de todo lo que ocurre alrededor. Cada espacio está destinado a representar algo del ser argentino. Empezamos a caminar en sentido contrario al obelisco hasta encontrar algún lugar en el cual quedarnos. A medida que se avanza, la marea humana parece ser cada vez mayor, es un gran hormiguero. Miles de pies, manos, bastones y cochecitos que van y vienen, se abren paso entre empujones y permisos. Es realmente el paseo de la paciencia y la espera.  Mientras tanto, a mi derecha se hacen largas colas para conseguir alguna delicia de la gastronomía local, mejor que el hambre espere también.
            Si se levanta la cabeza y se mira al cielo, por sobre la muchedumbre, los ojos de Evita,  luego los de Perón y más tarde los de San Martín se posan sobre quien quiera mirarlos. Las proyecciones van cambiando sobre un edificio gigante a medida que transcurren los minutos en la caminata eterna. Pasado y presente aparentan estar unidos y esos rostros que marcaron la historia parecen ser los espectadores y no al revés, como si sus ojos pudieran vernos. Finalmente, desistimos a la idea de quedarnos quietos en algún sitio y pegamos la vuelta, siguiendo el ritmo que nos impone el resto. En lo alto, las madres, con sus pañuelos blancos y bolsos en mano, dan vueltas con el sufrimiento y el cansancio reflejado perfectamente en sus rostros esculpidos.
            Lo positivo de estar apretados unos con otros es que se pierden los individualismos y pasamos a ser todos parte de la misma masa y nos miramos si alguien hace un chiste y después nos reímos, con tal de superar el mal trago de no poder avanzar. Tal es así que un vendedor que logra ubicarse junto a su mercadería en un lugar más alto que el resto de todos nosotros, grita ofreciendo sus escarapelas y banderitas, mientras del otro lado un hombre le responde: “Flaco si me sacas de acá, te compro todo”.  
            A pocas cuadras del teatro Colón, la situación roza lo desesperante. Un señor mayor junto a su mujer tratan de despegarse de la marea humana para poder caminar a su ritmo, sin ser empujados. Piden permiso para salir pero es imposible. Hay dos carriles, donde unos son los que van y otros los que vuelven y para poder llegar hasta las pantallas gigantes ubicadas fuera del teatro, no queda más que respirar hondo y esperar. De lo contrario, si para  caminar una cuadra hubiésemos tardado 2 minutos en lugar de 10, quizás la organización sería más del primer mundo y la idea es que nos sintamos bien argentinos en todo momento.
            Faltando poco para las 12, la gente se amontona frente al escenario principal. Las pantallas gigantes  que rodean el obelisco pasan imágenes de distintos próceres acompañados por alguna frase, mientras que desde el cielo cae una ligera llovizna. “La Sole”, que es la encargada de entonar las estrofas del himno nacional, se hace esperar. Mientras tanto crece la ansiedad.  Sobre un suelo embarrado y con poco pasto, un grupo de amigos apacigua la espera con unas copas de vino. En realidad la copa es una sola y se comparte. Como se comparte todo, esa es la sensación, de comunión y de pertenencia.  Y de que vivir en este suelo, al final no es tan malo como cuentan. Se encienden las luces y sale Soledad revoleando el poncho, como para no perder la costumbre. El público estalla, salta, ríe, grita, aplaude y se emociona.  Pero la emoción más grande de todas es el himno, sin dudas. Algunos lo cantan con el respeto que se enseña en las escuelas, otros con toda la garganta,  están los que lo gritan con pasión futbolera y están los otros que de la emoción, apenas pueden recitarlo. Lo cierto es que todos lo viven y el “¡Oh juremos con gloria morir!” muere en un grito ahogado. De  fondo se escuchan los primeros fuegos artificiales. Ahora sí, que se vuelve imposible no contagiarse. El orgullo que se siente es tal que se canta como en la cancha y  al “loco” no se lo mira mal, porque todos tenemos el mismo fervor.  Una señora entre lágrimas emite un grito desaforado en medio de la multitud:” ¡Vamos Argentina querida que podemos estar mejor!”. De alguna manera, esta frase me conmueve y recuerdo al viejo que cantaba tangos en el colectivo. Quizás no estaba loco, solo había bajado los brazos.